Sábado 7 Marzo
Evangelio: Lucas 15,1-3.11-32
"Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido"
"Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido"
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los
publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas
murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."
Jesús les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de
ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la
fortuna." El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el
hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su
fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella
tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto
le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar
cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos;
y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos
jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de
hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a
uno de tus jornaleros." Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le
echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo." Pero el
padre dijo a sus criados: "Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo;
pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero
cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y
ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el
banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la
casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué
pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el
ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." Él se indignó y se
negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su
padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una
orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos;
y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres,
le matas el ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú siempre
estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano
tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Esta parábola es una verdadera joya de la predicación de Jesús. No hay otra descripción
más desconcertante y fascinante del amor
que Dios nos tiene, que lo revelado en esta parábola
La presentación que Jesús hace de la actitud del Padre
ante nuestro pecado no podía ser más espléndida
Si a cualquiera de nosotros le hubiera
correspondido elaborar una parábola sobre el amor misericordioso de Dios, no se
habría atrevido a llegar tan lejos
Según nuestros criterios y los criterios del la
institucionalidad católica, el comportamiento de ese Padre amoroso es “inconveniente” porque se presta a “abusos”,
establece “precedentes peligrosos”. La actuación de aquel hijo pródigo lo
único que ameritaba era una respuesta que sirviera de escarmiento.
Una vez más se pone de
manifiesto que nuestro conocimiento de Dios difícilmente se deslastra del formalismo, de la
esclavitud a la Ley, del mantener el temor como recurso necesario, en fin, de
nuestros preconceptos mezquinos
Y se pone de manifiesto que lo que Jesús revela sobre
Dios, es verdadera Buena Nueva: Es novedad
frente a nuestras expectativas y es desproporcionadamente buena, frente
a las imágenes de Dios que fabricamos
El Padre representa el amor excesivo. El hermano mayor representa
al “bueno”, según las
descomunales limitaciones de nuestra religiosidad instrumentalista.
Nuestro consuelo es saber que fue Jesús quien elaboró esa revelación. Que esa
presentación no tiene la autoría de ninguna mano humana a la que pudiéramos
culpar de demasiado indulgente, de demasiado imprudente, de excesivamente débil.
Nos queda presentarnos ante el Padre cargados de nuestras
infidelidades, esperando ese abrazo de inimaginable misericordia
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