Lunes 4 Mayo
Juan 14,21-26
"El Defensor que enviará el Padre les enseñará todo"
"El Defensor que enviará el Padre les enseñará todo"
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que acepta mis mandamientos
y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo
amaré y me revelaré a él." Le dijo Judas, no el Iscariote: "Señor,
¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?" Respondió
Jesús y le dijo: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará,
y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras.
Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Les he
hablado de esto ahora que estoy a su lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo,
que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les vaya recordando
todo lo que les he dicho."
Unos
más, unos menos, todos tenemos uno o
más sitios a los
que nos sentimos ligados por los afectos, por devoción, por espiritualidad; en
fin, por cuestiones de Dios.
Más allá de todo ello, la revelación de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth establece de modo definitivo un asombroso misterio de identidad, ajeno a cualquier parámetro de razón mundana.
Así, la identidad cristiana ya no surgirá de la aceptación de conceptos abstractos, de la adhesión a doctrinas o de la simple pertenencia, sino antes bien de vivir y respirar ese único mandamiento que es también nuestra herencia infinita, el amor, esencia misma de Dios.
Más allá de todo ello, la revelación de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth establece de modo definitivo un asombroso misterio de identidad, ajeno a cualquier parámetro de razón mundana.
Así, la identidad cristiana ya no surgirá de la aceptación de conceptos abstractos, de la adhesión a doctrinas o de la simple pertenencia, sino antes bien de vivir y respirar ese único mandamiento que es también nuestra herencia infinita, el amor, esencia misma de Dios.
Nuestra identidad cristiana quedará en evidencia si amamos como nos ha amado Cristo y del mismo modo en que Él, con toda su vida, nos ha enseñado a amar. Por eso mismo una fé sin frutos de justicia, de misericordia, de fraternidad no es verdaderamente una fé sino una mera creencia menor declamada.
Y si nos mantenemos fieles a su Palabra, hemos de descubrir que Dios no está para nada lejos, sino que habita los corazones de las mujeres y los hombres que tengan el coraje y la locura de atreverse a amar, a reconocerse entre sí como hijos y por tanto, hermanos.
La presencia real de Dios está en el hermano, y es en ese prójimo que debemos edificar y descubrir el verdadero santuario, templo santo y latiente del Dios de la Vida, y el culto primero es la compasión.
PARA ORAR
Dios hace su morada en los hombres y mujeres que aman sin medida, que derrochan todo lo que tienen y lo que son por el bien de sus hermanos y hermanas.
DECIR TÚ
Decir Tú
es descentrarme de mi yo,
de mis soledades y ambiciones,
de mis egoísmos y construcciones,
de mis miedos y seguridades.
Decir Tú
es agarrarme al diálogo,
al encuentro, al hallazgo,
a la novedad que trae vida
y que recrea todo lo que comparto.
Decir Tú
es jugar a las claridades,
a dar nombres y sentirme nombrado,
a tener comunidad e intuir trinidades,
a bañarme en tus realidades.
Decir Tú
es romper círculos y prisiones,
prenderme a tus alas para vivir libertades,
llamar la atención osadamente
y reconocer que me quieres e intento quererte.
Tú…
El criterio,entonces, de preferencia es la práctica del amor; el Padre se
manifiesta a todo aquel que vive el amor a su prójimo.
Sólo observando el mandamiento del
amor al prójimo (Jn 15,17) demostramos nuestro amor por Jesús y seremos amados por el Padre. Así pues, la manifestación del Padre está impresa en el corazón de la humanidad y se observa en cada persona que practica el amor y que hace de su
vida una entrega a los demás.
Esta formulación cambia nuestra manera de relacionarnos con Dios ya que no se entiende a Dios como una
realidad distante y exterior de la persona, sino que cada persona, cada
comunidad, se convierten en morada de la divinidad. La misma realidad humana se
convierte en santuario de Dios. De esta manera Dios sacraliza a la persona y, a través de ella, a toda la creación.
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